Género, violencia
de género y compromiso eclesial
Olga Consuelo Vélez
El término género es una
categoría de las ciencias sociales que además de expresar la identidad
biológica de los seres humanos según sus órganos sexuales (varón o mujer),
expresa la identidad cultural construida sobre los sexos biológicos. Esto
último significa que a las mujeres se les han asignado culturalmente unos roles y a los varones otros. El problema es que
los asignados a las mujeres han supuesto que ellas tengan un lugar subordinado
-por eso se les negó, hasta hace relativamente poco, la ciudadanía, el estudio,
el ejercer todas las profesiones, el ocupar puestos de responsabilidad, etc.; mientras
que los roles asignados a los varones han permitido construir un mundo en modo
masculino -a esto se le llama patriarcado- porque a ellos se les ha reservado
la autoridad, la gestión, las profesiones más importantes y de hecho han
conducido el mundo como jefes de gobierno en casi todos los países y lo siguen
haciendo.
Además, por este papel
subordinado que han tenido las mujeres, ellas han sido más propensas a sufrir
violencia de todo tipo: física, psicológica, afectiva, sexual, social,
cultural, económica, simbólica, religiosa.
A esto se le llama “violencia de género” porque se ha ejercido contra ellas, debido
a su género femenino. La violencia doméstica, por ejemplo, es fruto de la sociedad
patriarcal, en la que al varón le hicieron creer que era dueño de la mujer y
por eso tenía derecho a ejercer su autoridad sobre ella e incluso a golpearla si
lo consideraba necesario. El caso extremo es el feminicidio, como lo ha
tipificado la Ley, porque a muchas mujeres las asesinan no solo por la
violencia generalizada, que se da también contra los varones, sino por el hecho
de ellas ser mujeres.
Los movimientos feministas han
posibilitado que a las
mujeres se les reconozcan los
derechos que se les habían negado y es, cada vez más evidente, que las
sociedades patriarcales van cambiando. Esto ha permitido que ellas estén
participando en condiciones de mayor igualdad, en casi todos los espacios, con
los varones. Este cambio no solo ha sido positivo para las mujeres. Gracias a
esto, los varones también han descubierto que pueden ser tiernos, serviciales,
cuidadores – papeles que parecían eran solo de las mujeres – e inclusive, que
el único papel sagrado no es el de ser “mamá”, sino que también ser “papá” es un don que ellos
poseen y lo están ejerciendo con mucha ternura y responsabilidad. Actualmente
no son pocos los varones que crían solos a sus hijos o que, al compartir la
custodia con la mamá, se encargan de sus hijos con la misma responsabilidad y
afecto que tradicionalmente se creía era solo cualidad femenina.
Pero estos cambios, aunque como
lo acabamos de anotar, son positivos, también encuentran una resistencia
“enorme”. No es nada fácil cambiar los roles culturales que constituyen a las
personas desde su infancia y, por eso, no son pocas las mujeres, ni pocos los
varones, ni pocos los clérigos que han “demonizado” la palabra “género” y la
han identificado con una “ideología” y luchan vehementemente contra todo lo que
tenga cualquier referencia a este término. Cabe anotar que además de lo
anterior unen este término a la “diversidad sexual” – una realidad que es
irreversible y que merecería una reflexión profunda y fundamentada para
entenderla bien, antes de condenarla – y por eso se les hace más difícil todavía aceptar este término. Aquí no podemos entrar a
explicar esa complejidad, pero basta
con quedarnos con la reflexión que hemos hecho sobre los roles de
género, para mostrar que la Iglesia no puede estar de espaldas a lo que ha
supuesto una conquista de derechos para las mujeres y, por eso, no debería mezclar género con
ideología, sin distinguir las cosas como hemos intentado hacerlo aquí, con
otras posibles realidades que podrían ameritar esa identificación.
Es necesario que desde la
institución eclesial y, los cristianos en general, acompañemos más estos
cambios sociales y culturales porque significan un mundo menos patriarcal y más
inclusivo, un mundo más justo con las mujeres, como Dios lo quiere. El papa Francisco ha denunciado esta violencia
que sufren las mujeres porque, aunque haya resistencias para acoger los
cambios, es evidente que la violencia de género existe y no es posible que se
pase de largo frente a ella. Desde los púlpitos, desde las catequesis, desde la
liturgia, es necesario que se denuncie
esa violencia y se invite a un compromiso decisivo frente a ella.
Lamentablemente, a algún sector de la institución le parece irrelevante esta
violencia de género y hasta proponen que no se hable de ella porque es
suficiente con hablar de
violencia en general. Esto resulta contrario a la praxis de Jesús que se detuvo
ante cada uno de sus contemporáneos, entendió su situación y buscó remediarla.
Para Jesús también fueron muy importantes las mujeres y supo defenderlas y
devolverles su dignidad negada.
Por eso, es coherente con la vida cristiana comprender a fondo lo qué significa
la sociedad patriarcal y la violencia de género que esta produce para que forme parte de su
compromiso de fe. Duele pensar que, a veces, la sociedad civil parece más
comprometida con transformar esta realidad que las instancias eclesiales.
Es importante recordar que las
mujeres siempre han sido mucho más asiduas a la participación eclesial que los
varones, pero los tiempos cambian y las jóvenes se van alejando de la iglesia
porque esta parece no comprender su realidad, ni apoyarla con todas las
consecuencias. Sin embargo, se abren caminos y estamos a tiempo de recorrerlos.
Ojalá que, en lugar de resistirse a los cambios, nos dispongamos a entenderlos
y a secundarlos en todo lo que tienen de bueno. Eso haría más significativa la institución
eclesial y es muy probable que las jóvenes vuelvan la mirada hacia ella y, tal
vez, quieran formar parte de una Iglesia, verdaderamente comprometida con
erradicar toda violencia y, especialmente, aquella que se ejerce por razón del
género.
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