¿Y dónde quedó la “salvación de las almas”?
Olga Consuelo Vélez
Un lector de una revista misionera me escribió una carta manifestando su
preocupación porque él ve que la Iglesia (con obispos incluidos) se ha
convertido en una ONG que se dedica a programas sociales y a negociaciones de
paz pero que no cumple su tarea fundamental que debería ser “la salvación de
las almas”. Incluso se pregunta si el crecimiento de otros grupos cristianos se
debe a la falta de una pastoral que hable de la fe y se ocupe de lo espiritual
y no de lo terrenal.
Todas estas preocupaciones son legítimas y no es fácil abordar estos temas
cuando de entrada se percibe que se está hablando desde dos horizontes
diferentes, dos antropologías diferentes, dos teologías diferentes, dos
pastorales diferentes, dos espiritualidades diferentes. Pero, intentaré hacer
algunas reflexiones, sin ánimo de convencer a nadie sino de explicitar, un poco
más, el horizonte desde el que, a partir de Vaticano II, se mueve la iglesia,
la teología, la pastoral, la espiritualidad.
Comencemos con la antropología. La visión griega es dualista y esta visión
fue asumida por el cristianismo porque la fe se expresa en las categorías de
cada tiempo y esas eran las categorías del imperio cuando el cristianismo comenzó
a expandirse. Desde esos presupuestos, el ser humano se concibió como un
compuesto de cuerpo-alma y al morir se separaban esos dos elementos,
destruyéndose el cuerpo y salvándose o condenándose el alma. Además, esa visión
se prestó para separar lo material de lo espiritual, con el agravante de que lo
material es lo malo y lo espiritual es lo bueno. Por esto se veía positivo
castigar el cuerpo y mortificarlo para salvar al alma, única realidad que
importaba. Ahora bien, inclusive con esta visión dualista, todos los místicos y
muchos cristianos han entendido que la salvación del alma se consigue con la
práctica de la caridad. Amar al prójimo, realizar obras de misericordia,
preocuparse por dar de comer al hambriento y de beber al sediento, es lo que ha
dado origen a la variedad de carismas que se organizan en comunidades
religiosas -masculinas y femeninas- y que, hasta el día de hoy, siguiendo la
inspiración carismática de la comunidad, hacen obras de caridad y de servicio a
los más necesitados. A través de estas obras, evangelizan, primero que todo con
el testimonio y, en segundo lugar, con la palabra explícita.
Pero gracias al desarrollo de las ciencias, entre ellas la antropología, cada
vez se consolida más una visión de un ser humano integral donde la dimensión
espiritual no está separada de la corporal, sino que ambas constituyen al ser
humano. La corporeidad es más que lo biológico, en el sentido de que es la
posibilidad de expresión de la persona y de esa sed de infinito y de
trascendencia que tiene todo ser humano (lo espiritual) que no tiene otra forma
de vivirse más que en la corporeidad, en el aquí y ahora de nuestra historia.
Además, esa es la comprensión semita propia de la Sagrada Escritura, con lo
cual, la Iglesia ha ido asumiendo esa mejor comprensión del ser humano y tiene
claro que hay que salvar al ser humano “entero”, es decir, con toda su realidad
social, económica, política, cultural.
Con Vaticano II se enriqueció la teología y la pastoral porque se entendió
que Dios se revela en este mundo y es ahí donde hay que concretar la fe, el
compromiso, el amor cristiano. La teología actual sigue mostrando cómo fe y
obras -como lo dice la carta de Santiago (2, 17)- son inseparables. Por su
parte, la pastoral ha comprendido la urgencia de responder a todo el ser humano
porque comunicar la fe no es “adoctrinar” a las personas con las ideas
religiosas sino ayudar a que cada persona descubra la presencia de Dios en su
historia, en sus luchas y realizaciones, en su vida cotidiana.
La espiritualidad cristiana debe basarse en las palabras y obras de Jesús
de Nazaret, consignadas en los evangelios, correctamente interpretados con la
exégesis bíblica. El Jesús anunciador del Reino solo trae “buenas noticias”:
“El Espíritu del Señor está sobre mí, me ha ungido, para anunciar a los pobres
la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos, la
vista a los ciegos, para dar libertad a los oprimidos y proclamar un año de
gracia del señor” (Lc 4, 18-19). No habla de almas, de cielos, de huida del
mundo. Habla de la vida plena a la que están llamados todos los hijos e hijas
de Dios, vida plena que supone la integralidad de lo que el ser humano es.
Conviene recordar que, en las curaciones que Jesús realiza, el acento está
en lo que significa la enfermedad en ese contexto: se creía que era castigo de
Dios por algún pecado de la propia persona o de sus padres y por eso debería
excluirse a los enfermos de la comunidad. Jesús rompe esa concepción y al
curarlos, los incluye a la comunidad, realizando con sus obras el amor efectivo
de Dios hacia los seres humanos. Dios no castiga, no condena, no separa. Dios
acude en su ayuda, rompe todas las exclusiones, supera todas las barreras, hace
visible su misericordia infinita hacia toda su creación.
Sería suficiente recordar el texto de Mateo 25, 31-46 -texto que está
escrito en un género literario apocalíptico en el que se usan expresiones como
juicio final, premio y castigo, etc., dando la clave profunda del amor que Dios
nos invita a vivir por nuestra fe: “cada vez que hiciste algo a uno de estos
hermanos míos, más pequeños, a mí me lo hiciste”. Encontrar a Jesús, amarlo y
servirlo es reconocerlo en “todo” ser humano, amándolo y sirviéndolo,
comenzando por los más necesitados.
Podríamos seguir anotando aquí la multitud de citas bíblicas donde Jesús
hace presente a Dios en medio de su pueblo con gestos de servicio, de acogida,
de misericordia, de romper barreras de exclusión como el acercarse a hablar con
mujeres, con publicanos, con leprosos (todos aquellos que según la ley judía
podían hacer impuro al que hablara con ellos) mostrando con sus actos que,
efectivamente, Él vino “a dar vida y vida en abundancia” (Jn 10,10). Jesús
sigue la línea de los profetas que denuncian el culto vacío y llaman al pueblo
a vivir “la justicia y el derecho”, único culto que Dios desea: “Detesto
vuestras fiestas y holocaustos … no quiero oír la salmodia de tus arpas. Que
fluya, sí, el juicio como agua y la justicia como arroyo perenne” (Am 5, 21-14).
Mal harían los cristianos si no trabajan por la salvación del ser humano en
todas sus dimensiones porque esto es lo que Dios quiere. Mal harían los obispos
colombianos si no trabajan por la paz y la justicia porque esto es lo que Dios
quiere. Por supuesto, la evangelización explícita, no ha de faltar, pero,
aunque la evangelización no se hiciera con palabras, “las obras que hago en
nombre de mi Padre son las que dan testimonio de mí” (Jn 10,25) y, los
cristianos podrían decir “las obras que hacemos son las que dan testimonio de
la fe que profesamos”. Nuestra fe es una fe “encarnada” y, por tanto, solo
haciendo obras de misericordia estamos trabajando por la salvación de las almas
y, en la comprensión actual, por la salvación del ser humano.
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