martes, 14 de agosto de 2018


 María -la  del evangelio- y las advocaciones marianas

Las diferentes advocaciones o nombres de la Virgen María confunden a veces al Pueblo de Dios. Aunque tienen la riqueza de manifestar la particularidad de cada cultura y es una manera de apropiarse de la presencia mariana en una realidad concreta, muchas personas piensan que se habla de “diferentes” vírgenes o que una es más “milagrosa” que la otra. Ante esto, se hace necesario rescatar la figura de María, la mujer sencilla y pobre de Nazaret, la que acompañó a su Hijo Jesús en su misión y la que hoy, realmente, puede ser modelo de seguimiento.

Antes de hablar de María de los Evangelios, señalemos dos aspectos de las advocaciones. El  primero, muy positivo, se refiere a algunos de estos rostros de María, tan proféticos y llenos de sentido. Es el caso, por ejemplo, de la “Virgen de Guadalupe” -patrona de América Latina-.  Con su rostro indígena, nos interpela sobre la incorporación real y efectiva de estos pueblos en la comunidad cristiana y en la sociedad, incorporación que fue negada al inicio del cristianismo en este continente y que aún hoy no es plena en algunos estamentos. De una realidad similar nos habla el rostro negro de “Nuestra Señora Aparecida” –patrona de Brasil-. La esclavitud siempre será un pecado histórico del que no se salvó nuestra experiencia de fe y que exige todavía hoy, la restitución de la dignidad del pueblo negro y el compromiso con el reconocimiento de todos sus derechos.

Un segundo aspecto, menos positivo, es que algunas de las advocaciones marianas ofrecen una María blanca, cabello rubio, ojos azules, llena de joyas y adornos que hacen difícil reconocer en ella  la imagen de la mujer mestiza de nuestro Continente y mucho menos la de la mujer judía que sin duda fue María de Nazaret. Hay que entender que estas advocaciones también tienen contextos y realidades históricas que las hacen válidas y no niegan su profundo significado de fe. Pero también es bueno  acercarnos más a la María de los Evangelios, a la mujer libre y fuerte, primera discípula y misionera, modelo de seguimiento y compromiso cristiano (Documento de Aparecida 266.269).

María -la de los Evangelios- nos habla de justicia y solidaridad. Nos habla de escucha y compromiso. Nos habla de anuncio y fidelidad. El Magnificat –cantico puesto en labios de María al visitar a su prima Isabel (Lc 1,46-55)- anuncia el plan de salvación querido por Dios: derribar el sistema que hace que unos sean poderosos y otros oprimidos, repletar a los hambrientos de todo lo que es bueno,  despojar de todo a los que ponen su fuerza en las riquezas. Esa misma María capaz de anunciar proféticamente ese “otro mundo posible”, es la que también pregunta cómo ha de colaborar en el plan de salvación (Texto de la anunciación Lc 1,26-38) y se empeña en solucionar las necesidades de los otros cuando su Hijo parece rehusarse (Las bodas de caná, Jn  2, 1-10). Es también la que se mantiene firme al pie de la cruz (Jn 19,25) -no por el sufrimiento abnegado al que parecen estar destinadas las mujeres según el estereotipo patriarcal- sino por fidelidad al seguimiento y por compromiso con los valores del Reino.

Este 15 de agosto celebramos la Asunción de María, es decir, esa mujer como una de nosotros que supo vivir su vida plenamente y el pueblo de Dios así lo reconoce. No se proclama que fue subida a los cielos por méritos extraordinarios sino por la vida real y comprometida que tuvo. Por su fe vivida día a día. Es por tanto ocasión de querer vivir como ella para alcanzar y alcanzar así esa plenitud definitiva.

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