Una iglesia creíble
en tiempos difíciles
El texto de Hechos de los Apóstoles (2, 1-12) nos relata la experiencia
de Pentecostés. Los discípulos están reunidos en Jerusalén esperando la promesa
que Jesús les había hecho después de su resurrección. Jerusalén es el lugar de
peregrinación para los judíos en sus principales fiestas -De las tiendas,
Pascua y Pentecostés-. Esta última se celebra cincuenta días después de la
Pascua para conmemorar la salida de Egipto, cuando Dios le da a Moisés, en el
Monte Sinaí, la Ley para Israel. También en esta fecha, se da gracias por el
fruto de las cosechas. Por esta razón no
extraña que haya mucha gente en Jerusalén.
Si comparamos este pasaje bíblico con el del bautismo de
Jesús, encontramos las coincidencias: el cielo se abre, viene el Espíritu sobre
Él en forma corporal -como una paloma- y se oye una voz que confirma que Jesús
es el elegido, en quien Dios se complace (Lc 3, 21-22). De esa manera Jesús
inicia su ministerio. Pentecostés es el inicio de la Iglesia por el don del
Espíritu sobre los primeros testigos y con la misión de llevar la buena noticia
“hasta los confines de la tierra” (Hc 1, 8).
El texto continúa diciendo que la gente los escucha hablar
en su propia lengua. El escritor sagrado quiere mostrar lo que el Espíritu
produce en la comunidad de discípulos. Lo importante es que hablen de las
“maravillas” de Dios y que así lo reconozcan los que escuchan. Ahora bien, para
algunos estos signos no les dicen nada y, por el contrario, dicen que “están
llenos de mosto”.
¿Qué signos serían creíbles hoy para que la gente que nos
escucha pueda descubrir las maravillas de Dios? El papa Francisco, en la
Exhortación Evangelii Gaudium, señala algunos signos que contribuirían al
proyecto de reforma de la Iglesia si en verdad se pusieran en práctica:
- Ser una Iglesia “pobre y para los pobres”. Algunos no
entienden esta afirmación porque aducen que la Iglesia ha de ser para todos. Lo
que significa es que la Iglesia tiene que ser signo de desprendimiento y de
libertad frente al tener y el poder -una Iglesia pobre- y ha de acoger, en
primera instancia, a los pobres de cada tiempo presente, porque ella no será
una Iglesia de todos/as y para todos/as, si no comienza por la inclusión de
aquellos más necesitados, aquellos que en la sociedad son dejados de lado, los
“descartados”. (n. 198; n. 53)
- Ser una Iglesia que no tema “ser accidentada, herida y
manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y
la comodidad de aferrarse a las propias seguridades (…) Más que el temor a
equivocarnos, espero que nos mueva el temor a encerrarnos en las estructuras
que nos dan una falsa contención, en las normas que nos vuelven jueces
implacables, en las costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera
hay una multitud hambrienta y Jesús nos repite sin cansarse: ¡Dadles vosotros
de comer!” (n. 49). La Iglesia tiene que arriesgarse más, mostrar que está
atenta a los signos de los tiempos y no teme afrontarlos. Dejar los miedos y
los “tradicionalismos” para vivir la libertad del espíritu que en fidelidad a
la “tradición” abre nuevos caminos.
- Ser una iglesia sinodal. El papa ha afirmado que la
iglesia del tercer milenio ha de ser una iglesia sinodal, es decir que “caminen
juntos” -laicado, vida consagrada y ministros ordenados-, es decir, todo el
Pueblo de Dios. Aún faltan muchas estructuras eclesiales que hagan posible este
signo. Solo los ministros ordenados tienen los niveles de decisión, dirección y
organización. Eso se contradice con la acción del Espíritu: “Dios dota a la
totalidad de los fieles de un instinto de la fe -sensus fidei- que los ayuda a
discernir lo que viene realmente de Dios” (n. 119).
En la realidad colombiana que sigue en Paro Nacional por las
múltiples deudas pendientes del gobierno con la población, la iglesia será
creíble en la medida que se haga del lado de las justas reivindicaciones y
levante su voz hasta que los cambios se hagan realidad. Muy importante la
mediación que está prestando en las negociaciones entre el Gobierno y los del
Comité del Paro, -señal de la autoridad moral que ella representa- pero que
tiene que mantener sin miedo a perder la “neutralidad” que algunas veces
invoca. En realidad, nadie puede ser neutral en ninguna situación ni es
suficiente invocar la paz y la reconciliación sin afrontar las causas que crean
las confrontaciones y sin buscar verdaderos caminos de transformación. La
parcialidad por la justicia, por la defensa de los derechos humanos, por el
respeto a la vida es fruto del Espíritu que “derriba a los poderos de sus
tronos y exalta a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los
ricos los despide vacíos” (Lc 1, 52-53).
Que el Espíritu de Jesús nos guíe para que la reforma de la
Iglesia se acelere y pueda ser creíble en el hoy de nuestra historia tan llena
de dificultades pero con inagotable esperanza de un futuro distinto, sostenido
principalmente por la inmensa cantidad de jóvenes que en Colombia siguen
movilizándose a pesar de la represión que los persigue. Una juventud así, es
signo del Espíritu que, con certeza, nos está hablando en esta fiesta de
Pentecostés que conmemoramos.
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