Pensando en voz alta sobre la vida religiosa
Olga Consuelo Vélez
La formación para la vida religiosa masculina y femenina se ha constituido
en todo un desafío. Por una parte, hay menos vocaciones, con lo cual, tener uno
o dos formandos/as resulta más difícil porque se puede volver algo demasiado
focalizado en ese pequeñísimo grupo y hasta agobiante al no tener otros de su
edad con quien caminar. Por otra parte, para aliviar la situación que acabo de
describir, las comunidades están agrupando a todos los/as jóvenes de diversos
países, pero en esa situación surgen otros problemas: demasiada diversidad de
culturas, visiones, grado de formación, etc., que pudiendo resultar enriquecedor,
también puede prestarse a privilegiar solo un punto de vista -casi siempre el
de la persona encargada de la formación-, dejando de lado todas las otras
particularidades del grupo más amplio de formandos/as.
Otra situación difícil es que, ante la escasez de vocaciones se puede caer
en literalmente “pescar” en todo lugar donde se pueda. No quiere decir esto que
todos no estén llamados y que la diferencia de condición socio económica o
cultural o de cualquier otro tipo vaya a impedir que se sienta el llamado. Pero
si quiere decir que no es tan aconsejable que se invite a los jóvenes con
motivaciones de estudios, de viajes, de ocupaciones varias, creyendo que, al entrar
a la casa de formación, la vocación a este estilo de vida llegará como
consecuencia inevitable. No parece que eso pase en la mayoría de los casos. Y,
entonces, es muy probable que los que entraron atraídos por otras razones,
vayan dejando la comunidad porque no sienten el llamado a esa vocación
específica.
Con respecto a los estudios que se realizan -casi siempre de filosofía y
teología- existe una grave dificultad que no siempre se asume en las casas de
formación. Lo que estudian no parece ir acompañado de las prácticas eclesiales,
litúrgicas, sacramentales o pastorales que llevan en sus casas formativas. En
la academia se insiste en un modelo de iglesia circular y en las comunidades, a
veces se vive un modelo más piramidal. Se insiste en una vida sacramental
expresión de la fe vivida en lo cotidiano y en la formación se puede volver un
cumplimiento rutinario. Se insiste en una preparación seria y fundamentada de
la acción pastoral y en la formación se envía a los jóvenes a improvisar
experiencias o a plegarse a los modelos pastorales tradicionales vividos muchas
veces en los lugares de misión a los que son enviados. En definitiva, no parece
que se propiciaran diálogos en las casas de formación sobre lo que aprenden en
las clases y cómo eso ha de dinamizar, transformar o afianzar lo que se vive en
la cotidianidad formativa.
También referido a los estudios, especialmente en las comunidades
femeninas, se percibe mucho temor de enviar a estudiar a las jóvenes porque
sienten que la academia las induce a dejar la vocación. Se opta entonces por
programas a distancia o porque no estudien demasiado como evitando que el
estudio les haga cuestionar lo que viven. También hay temor a que, una vez
terminada la carrera universitaria, abandonen la comunidad. Y sí, es verdad que
eso pasa. Pero creo que no siempre se asume la pregunta de fondo de si son los
estudios los que quitan la vocación o es la confrontación de estos con las
estructuras formativas no muy actualizadas las que les empujan a dejar la
comunidad.
Desde mi experiencia de compartir con tantos y tantas jóvenes en formación,
puedo constatar que tienen muchos valores y muchos deseos de responder al
camino en el que se encuentran. Pero tropiezan demasiado con las estructuras en
las que están desarrollando el proceso formativo y sin afirmar que todo el
problema está en dichas estructuras -también cada joven tiene sus propias
historias, limitaciones, retrocesos y dobleces- si pareciera que el mayor
problema está en la estrechez del “deber ser” de la formación, incapaz de
asumir otros estilos, otras experiencias, otras posibilidades que vayan más
acordes con los tiempos actuales. Especialmente en las comunidades femeninas, no
caben mentalidades patriarcales y esquemas de subordinación o sometimiento,
cuando en la sociedad las mujeres han adquirido tanta conciencia de su dignidad
y sus derechos. Y, en general, no es posible infantilizar a los formandos/as -muchas
veces no tan jóvenes sino en el arco de los 25 a los 35 años-, marcándoles el
camino sin contar con sus iniciativas, sus puntos de vista e, incluso sus
críticas, para sentirse caminando juntos en procesos formativos que no han de
ser unidireccionales -del formador al formando- sino de grupos humanos donde
todos, de alguna manera, están en camino de formación porque el espíritu se manifiesta
en todos los miembros de la comunidad.
Ahora bien, posiblemente es el momento de mirar la pertinencia de tantos
carismas -que en realidad se despliegan en los mismos campos de misión- porque
posiblemente se podrían unir intercongregacionalmente para mejores resultados.
O de repensar el significado profético que la vida religiosa ha de tener
-porque esa fue la intencionalidad en sus orígenes- para no caer en activismos
o en multitud de campos de misión, sin que sean verdaderamente necesarios o testimoniales.
Y, en definitiva, sentirnos más Iglesia donde la vocación al seguimiento de Jesús
es patrimonio de todos y talvez estamos en un momento histórico en el que la vocación
al seguimiento de Jesús es de todos y, por eso, no es que falten vocaciones,
sino que el espíritu las está suscitando en el corazón del laicado. Que haya
seguidores de Jesús, es lo que interesa, no necesariamente que surjan vocaciones
para la vida religiosa o para el ministerio ordenado de hombres célibes. Quien
quita que la realidad histórica esté abriendo nuevos caminos para una iglesia
más vocacionada y unos ministerios más plurales. Escuchar al espíritu podría
ser la opción más razonable.
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