Una maternidad más allá de las condiciones
fisiológicas
Olga Consuelo Vélez
Aunque falta mucho para que la igualdad de
género sea una realidad en todas partes del mundo, se han hecho grandes avances
y, quedan pocos lugares -legalmente- vedados para las mujeres. Digo,
“legalmente” porque en los “imaginarios” -más difíciles de cambiar- aún
persisten muchos prejuicios y limitaciones. Pero un aspecto que, tal vez, no se
ha trabajado suficientemente es la maternidad como una posibilidad que solo
tienen las mujeres y no los varones, de ahí, que se defienda que ese rasgo es
lo propio de las mujeres y, en eso, debe consistir su mayor aporte a la sociedad
y a la Iglesia.
En ese sentido, en varias partes del mundo, en
el mes de mayo, se celebra el hecho de ser madres. Pero reflexionamos sobre
algunos aspectos de la maternidad. Fisiológicamente, las mujeres tienen los
órganos reproductores adecuados para llevar adelante la maternidad. Sin
embargo, como en todos los aspectos humanos, ni todas las mujeres pueden ser
madres por alguna razón fisiológica, ni todas llegan a serlo, bien sea por
escoger un estilo de vida célibe o porque no concretaron una relación afectiva
en su tiempo fértil o por opción, razón que se invoca más últimamente. Con esto
quiero decir que, valorando inmensamente el hecho de poder ser portadoras de la
vida, no necesariamente todas las mujeres lo son, de ahí que no es
“universalmente” válido el aporte de las mujeres en relación con su maternidad.
Es verdad que muchas lo son. Sin embargo, el
hecho de fisiológicamente tener la posibilidad de ser portadoras de la vida
¿las hace “buenas” madres? ¿las capacita de manera “innata” para ser madres de
esa nueva criatura? Me atrevo a responder que no porque la maternidad con todo
lo que ello implica de amar a un nuevo ser, de ayudarle a desarrollarse desde
lo que ese bebé es y desea, de darle las suficientes alas para que despliegue
todas sus potencialidades, de amarle con generosidad, sin egoísmo, sin pedir
nada a cambio, etc., no es algo innato que surge por el hecho de físicamente
dar a luz. Por el contrario, esa realidad exige un aprendizaje, una permanente
revisión, un disponerse a crecer, a confrontarse, a corregirse, a considerarse
en camino del desarrollo del amor verdadero hacia otra persona, en este caso, de
ese ser que logró desarrollarse en su vientre.
Y con todo lo anterior quiero sacar dos
conclusiones. Lo primero es recordar que la maternidad es mucho más que lo
biológico y por eso, aunque este mes se celebre el día de las madres y surja
con tanta espontaneidad y cariño festejarlas y agradecerles sus desvelos y
entrega, es importante recordar que ser madre es una tarea muy difícil que no
puede improvisarse. Lamentablemente, hay demasiadas madres egoístas que
prácticamente acaparan a sus hijos para sus propias necesidades. Hay tantas que
ven en ellos su compañía, la realización de lo que ellas no pudieron ser, los
casi “objetos” en quienes descargan sus frustraciones, miedos y exigencias. No
faltan las que toman a sus niños como objeto de venganza contra sus parejas
-esto también ocurre mucho en los varones y hemos asistido a casos muy
dolorosos de varones que matan a sus propios hijos para vengarse de sus
mujeres-. Pero no faltan madres que les impiden a los hijos crecer con sus
padres y privarlos de muchas oportunidades también para castigar a su pareja.
Esto de ser madres a imagen “del amor materno/paterno que Dios nos revela” (Is
49, 15-17), no es nada fácil y convendría repetirlo para que el don de la
maternidad de los frutos que esperamos y sea más fácil engendrar una sociedad
de hermanos/as como tanto la necesitamos.
Pero la segunda conclusión es que ni siquiera
este aspecto fisiológico de la maternidad es tan propio de las mujeres que las
haga tan distintas a los varones. Todos los seres humanos estamos llamados a
amar con el mismo amor de Dios, ese amor del que habla la cita de Isaías, en
que Dios mismo reconoce que, aunque una madre pueda olvidarse del hijo de sus
entrañas, Dios no se olvida. Es decir, quien vive los valores del reino -sea
mujer o varón- está llamado a vivir el amor incondicional del mismo Dios con
todos los seres que le rodean. Esto no es cuestión de mujeres o varones. Es
cuestión de humanidad.
Volvamos entonces con la igualdad de género.
Las mujeres solo aportarán el amor que engendra vida y la deja desarrollar sin
egoísmos ni exigencias para sí mismas, si aprenden a ser madres, revisando sus
propios egoísmos y limitaciones y buscan crecer cada día en el aprendizaje de
ese amor total y sin reserva. Pero no solo ellas están llamadas a vivirlo. Los
varones, por ser imagen y semejanza de Dios, también pueden vivir ese amor
incondicional -y de hecho hay varones que viven su paternidad con esa alta
medida- aunque fisiológicamente no carguen en su seno al bebé que engendraron. No
está de más recordar que la ternura, acogida, cuidado, protección no son
valores por naturaleza femeninos, sino que son también masculinos y cada vez
los vemos más explícitos en los varones.
Estos son tiempos de igualdad de género, pero
también son tiempos de seguir en el aprendizaje del amor que construye un mundo
más humano, más fraterno y sororal. Ni toda la responsabilidad es de las
mujeres -es también de los varones y en la misma medida-, ni las mujeres saben
hacerlo de manera innata, esencial, natural. Es evidente que no existe un
instinto materno, sino que todo lo bueno que se supone debería darse, las
mujeres también lo han de aprender, lo mismo que lo han de aprender los
varones.
Por supuesto, celebremos en este mes de mayo el
amor de tantas madres que han sabido vivir un amor generoso y entregado por sus
hijos. Mucho que agradecer y mucho que reconocer. Pero, tomemos conciencia de
lo mucho por aprender. En este último sentido, si a las jóvenes se les ayudara
a no “idealizar” esa característica de ser madres, sino que se les mostrara la
responsabilidad que supone, tal vez habría menos embarazos indeseados y, con
eso, menos mujeres y varones que en lugar de amar como se esperaría lo
hicieran, solo llenan el mundo de más dolor y egoísmo, al no saber amar bien ni
a sus propios hijos.
No olvidemos que el amor incondicional de
nuestro Dios es una llamada para mujeres y varones que, a imagen y semejanza
suya, están llamados a vivirlo y a transparentarlo. No es más quien tiene las
condiciones físicas para portar una nueva vida ni menos quien solo lo engendra.
Ni tampoco quienes no tienen hijos por la razón que sea. Todos los seres
humanos, con sus condiciones propias, pueden testimoniar el proyecto de amor de
Dios sobre la humanidad, con la riqueza, particularidad y pluralidad que
absolutamente cada ser humano tiene.
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