No hemos
entendido a Jesús, si la eucaristía no nos compromete con la vida
Comentario al
evangelio del domingo XX del Tiempo Ordinario 18-08-2024
Olga Consuelo Vélez
“Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan,
vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del
mundo”. Discutían entre sí los judíos y decían: “¿Cómo puede éste darnos a
comer su carne?” Jesús les dijo: “En verdad, en verdad les digo, si no comen la
carne del hijo del hombre, y no beben su sangre, no tendrán vida en ustedes. El
que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna y yo le resucitaré el
último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El
que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Lo mismo que el
Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma
vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron sus
padres y murieron; el que coma este pan vivirá para siempre”. Esto lo dijo
enseñando en la sinagoga en Cafarnaúm. (Jn 6, 51-59)
Habíamos anunciado el domingo pasado que al utilizar la expresión “es
mi carne para la vida del mundo”, Jesús estaba introduciendo el signo
eucarístico. Esta realidad será la que se desarrollará este domingo. Algunos
especialistas sostienen que esta unidad es un texto litúrgico que fue
introducido posteriormente para que el evangelio fuera mejor recibido. En
efecto, en este breve texto se concentra el misterio eucarístico: comer la
carne y beber la sangre de Jesús. El texto nos presenta lo que discuten los
judíos entre ellos: ¿cómo puede ese hombre darles a comer su carne? Y más
complejo aún, “beber su sangre”, que según las prescripciones judías estaba
prohibido y, quién lo hiciera, sería condenado a muerte. Por esto es
comprensible que este diálogo que, según el mismo texto acontece en la sinagoga
de Cafarnaúm, no es fácil y se agudizan los dos niveles de los que hablamos el
domingo anterior. Los judíos se toman “al pie de la letra” -diríamos con
nuestros términos- lo que Jesús está diciendo y, por su parte, Jesús está
hablando del significado del signo de su cuerpo y de su sangre, que supone un
salto de fe, un nuevo horizonte, un situarse en la lógica del reino.
El evangelista Juan pone en boca de Jesús la expresión “en verdad, en
verdad les digo” para mostrar el énfasis que Jesús está dando a su revelación:
los que comen y beben su sangre, tendrán vida eterna mientras, los que no lo
hagan, no tendrán esa vida. Además, el comer su carne y beber su sangre,
engendra esa inhabitación mutua entre Jesús y los que lo reciben, ese
permanecer en Él, término tan característico del evangelio de Juan.
Es el Padre el que envía a Jesús y Jesús comunica lo que su Padre le ha
confiado. Una vez más recuerda a los judíos que sus padres murieron porque
comieron un pan que no es su carne y su sangre, no era el pan que daba la vida
eterna.
No podemos señalar más aspectos de este breve texto, pero por la
referencia eucarística, podríamos decir una palabra sobre nuestra vivencia
actual de la eucaristía. Los cristianos respetan la eucaristía, la valoran,
defienden la presencia real de Jesús en el pan y el vino eucarístico y acuden a
recibirla con devoción y respeto. Pero no sobra recordar que podemos, muchas
veces, enfrascarnos en discusiones similares a la de los judíos que hoy nos
presenta el texto, referidas a todo lo anterior sin centrarnos en lo
fundamental y definitivo del misterio eucarístico. Antes que una devoción
individual es una experiencia comunitaria. Antes que un rito litúrgico es signo
de la mesa compartida, en la que han de sentarse todos y todas, hijos e hijas
del mismo Dios padre/madre. Antes que una obligación por cumplir es un
compromiso de justicia por vivir. En verdad, la eucaristía como misterio
central de nuestra fe ha de vivirse en la dinámica de esa mutua pertenencia: la
eucaristía nos lanza a la vida y la vida es la que se celebra en la eucaristía.
Conviene revisar nuestras eucaristías para que ellas revelen a Jesús y nos
comuniquen la fuerza para hacer lo que Él hizo, liberándola de un rito
intimista y vacío que Dios mismo rechaza y no dice nada a nuestros
contemporáneos.
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