¿Y si nos decidiéramos a vivir la santidad?
Olga Consuelo Vélez
El primero de noviembre se celebra el “Día de Todos los santos”. Es una
fiesta importante, que podría convocarnos más porque nos habla del destino
final al que todos somos llamados y, los santos y santas reconocidos por la
Iglesia, nos muestran que es una meta posible. Sin embargo, no es algo que
comúnmente se desee porque ocurren diversos fenómenos con los santos proclamados
por la Iglesia: o se les “domestica”, es decir, se opaca su cotidianidad, su
humanidad y, especialmente su profetismo cuando este se refiere al compromiso
social porque pareciera que lo santos han de ser solo personas de rezos,
liturgias, devociones, etc., o se les “exalta más allá de lo humano” -poniendo
énfasis en visiones, elevaciones, llagas, milagros, etc.,  que, por supuesto, nos hace imposible
imitarlos. Además, todo este sistema actual de canonizaciones merecería una
revisión a fondo porque ya sabemos que para ser santo se necesitan procesos
largos y costosos que solo pueden sostener grupos con especial interés por
reconocer la santidad de una persona y se piden milagros entendidos como algo
inexplicable, lo que cada vez está más complejo de justificar. Pero, esto
último sería objeto de otra reflexión.
Lo que nos interesa ahora es hablar de la santidad a la que todos estamos
llamados, acudiendo a la “Encíclica Gaudete et Exsultate (2018), del
papa Francisco, en la que se refirió “a los santos de la puerta de al lado”. Esa
expresión es muy bella y significativa. Estos santos son todos aquellos que,
aunque jamás estén en los altares, han vivido la cotidianidad de su existencia
con la plenitud que da el ser gestores de bondad, de bien, de belleza, de
alegría, de servicio, de solidaridad, en otras palabras, de todas aquellas
actitudes que permiten que este mundo tenga más bien que mal, más esperanza que
frustración, más presencia de Dios que ausencia de ese sentido transcendente. Y
esa manera de vivir no es para unos pocos, es para todos los que aspiramos a
dar sentido a nuestra vida, a ser felices. 
Por eso el Papa Francisco en su encíclica pone ejemplos muy concretos.
Refiriéndose a las mujeres nombra a las grandes santas (Teresa, Catalina,
etc.), pero nos invita a mirar “a tantas mujeres desconocidas u
olvidadas quienes, cada una a su modo, han sostenido y transformado familias y
comunidades con la potencia de su testimonio” (GE 16). También desmonta la idea de que la
santidad es para los ministros ordenados o los consagrados o personas con
virtudes excepcionales (GE 15) o que se ha de privilegiar la oración por encima
de la acción. En este sentido así lo expresa: “No es sano amar el silencio y
rehuir el encuentro con el otro, desear el descanso y rechazar la actividad,
buscar la oración y menospreciar el servicio. Todo puede ser aceptado e
integrado como parte de la propia existencia en este mundo, y se incorpora en
el camino de santificación. Somos llamados a vivir la contemplación también en
medio de la acción, y nos santificamos en el ejercicio responsable y generoso
de la propia misión” (GE 26). “A veces tenemos la tentación de relegar la
entrega pastoral o el compromiso en el mundo a un lugar secundario, como si
fueran «distracciones» en el camino de la santificación y de la paz interior.
Se olvida que «no es que la vida tenga una misión, sino que es misión»” (GE
27).
Con todo esto, el Papa quiere
señalar la santidad que surge de la gracia del bautismo (GE 15) y de la
realización de la misión a la que hemos sido llamados (GE 19). Pero ¿cuál es
esa misión que nos permite construir un camino de santidad? La encíclica lo
desarrolla claramente: nuestra misión es inseparable de la construcción del
Reino de Dios anunciado por Jesús, un reino de amor, justicia y paz para todos
(Cf. GE 25). 
En este sentido, el evangelio de
Mateo nos ayuda a entender lo que es ser santo, presentando el discurso
inaugural de la misión de Jesús que ocupa todo este capítulo. Comienza con las bienaventuranzas
o programa del reino (Mt 5 3-12), sigue con el llamado a ser sal de la tierra y luz del mundo (Mt 5, 13-16); el
cumplimiento de la Ley (recordemos que Mateo escribe a judíos convertidos, con
lo cual la Ley forma parte de su identidad religiosa, no así Lucas (6, 20-38) que
omite esta parte del discurso porque sus destinatarios son paganos) pero
enfatizando no la norma sino en el amor, por eso no vale decir solo “no
mataras” sino que ni siquiera se ha de encolerizar con el hermano (Mt 5, -26);
no vale solo “no cometer adulterio” sino que ni siquiera se puede mirar a la
mujer deseándola y mucho menos repudiarla por cualquier motivo (Mt 5, 27-32);
no vale solo no romper el juramento sino que no se ha de tomar a Dios para
justificar promesas (Mt 5, 33-37); no se ha de cumplir la ley del talión sino
superarla con la eliminación de toda venganza (Mt 5, 38-42) y no basta amar a
los que nos aman sino que el amor ha de extenderse incluso a los enemigos (Mt
5, 43-47) y concluye con un versículo que resume la reflexión que estamos
haciendo: “sean perfectos como el Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48) que
retoma el texto de Levítico “sean santos como yo soy santo” (19,2) En la
versión de Lucas es: “sean compasivos como su Padre es compasivo” (6, 36). En
otras palabras, el programa de la santidad no va en la línea de realizar cosas
extraordinarias sino en crecer en el amor más y más para que nuestra vida sea
amor, razón de nuestra existencia, fuente de plenitud y única posibilidad de
vivir en un mundo de justicia y paz. 
Por eso podríamos preguntarnos:
¿y si fuéramos capaces de aventurarnos a ser también de estos santos de la
puerta de al lado viviendo a plenitud lo que tenemos entre manos? Seguramente,
nuestra respuesta afirmativa haría posible un mundo mejor donde ya comencemos a
saborear los bienes definitivos de los que ya gozan tantos santos canonizados y
tantos otros de la puerta de al lado. 
   
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