Por una Semana Santa más comprometida con la realidad
Olga Consuelo Vélez
Estamos terminando el tiempo de cuaresma y llega la celebración de la
Semana Santa o Semana Mayor. En efecto, conmemorar la muerte y resurrección de
Jesús es la razón y sentido de nuestra fe. De ahí que sea necesario que en la
liturgia de esos días se vuelva a leer todo el relato de la pasión, de manera
que no olvidemos el origen de la fe que profesamos. Lamentablemente, la
historia de Jesús es un relato tan conocido, tan presentado en el cine, en la
catequesis, en las predicaciones, pero -de una manera literal- que resulta
difícil liberarnos de la historia un fantástica o desencarnada que nos han
transmitido para entender la hondura de lo vivido por Jesús, el compromiso a
fondo de Dios con la humanidad, a través de las palabras y hechos de Jesús.
Jesús no fue un hacedor de milagros en sentido mágico, con poderes
sobrenaturales para curar enfermedades, calmar las aguas, expulsar demonios o
multiplicar los panes. Jesús fue un hacedor de signos que desconcertaban a sus
contemporáneos o los interpelaban. Jesús acoge a los enfermos y les dice que su
enfermedad no es castigo de Dios como decían en aquella sociedad y, por tal
razón, no tenían que vivir escondidos, excluidos o injuriados. Jesús les dice
que ellos pueden y deben estar con los demás: les da la mano, los levanta, los
conforta, es decir, les devuelve la dignidad que su entorno social les negaba
por estar enfermos.
Jesús no hizo gestos extraordinarios como calmar las aguas o multiplicar
los panes en el sentido literal de la palabra. Si así lo hubiera hecho ¿por qué
todos los que lo vieron no quedaban convencidos de sus poderes extraordinarios?
¿por qué no estaban en los días de la pasión defendiéndolo y liberándolo de la
muerte? Jesús fue un hacedor de solidaridad, de comunión, de ayuda, de
benevolencia, de dar desde lo poco que se tiene -cinco panes y dos peces- para
que nadie pase necesidad. Además, Jesús hizo de la comida -que para el pueblo
judío era central como presencia de Dios entre ellos- el lugar donde Dios está con
los “últimos” aquellos que la sociedad desprecia y nunca invita a compartir la
mesa. En el tiempo de Jesús eran los pobres, publicanos, mujeres, niños,
enfermos, etc. En nuestro tiempo siguen siendo los pobres, los migrantes, los
de diferente etnia o religión, los de la diversidad sexual, las mujeres en
muchos niveles y, tantos otros, que en cada realidad podrían nombrarse.
Jesús no fue un exorcista que sacaba demonios de las personas. Jesús fue un
predicador que, con la autoridad de su Palabra y su coherencia de vida,
liberaba a sus contemporáneos de tantos males psíquicos y emocionales que hacen
que las personas tengan manifestaciones corporales extravagantes, agresivas,
violentas. “Hasta los demonios se le someten”, decían sus discípulos, porque comprendían,
con el actuar de Jesús, que no hay mal que no pueda ser vencido con el bien.
Algunos dirán que estamos quitándole la divinidad a Jesús con las
afirmaciones anteriores. Pero no es así. Los estudios bíblicos actuales nos han
ayudado a comprender la Sagrada Escritura y, por ende, la persona de Jesús,
entendiendo el contexto en Él que vivió, la forma cómo se interpretaban las
situaciones, las creencias, valores y actitudes de aquellos tiempos. Y, por
supuesto, los géneros literarios en que se escribió la Biblia, géneros que
permiten expresar la convicción fundamental de nuestra fe: ese Jesús que se
hizo ser humano -no en apariencia- sino realmente, por la manera cómo amó y se
comprometió con los suyos es, efectivamente, “Hijo de Dios”. Esta confesión de
fe, fue la que hicieron sus discípulos y discípulas, convencidos de que la
muerte no había vencido el amor de Dios transparentado en Jesús, por el
contrario, había resucitado y seguía vivo en los primeros seguidores, quienes
se sentían llenos del Espíritu de Jesús.
Las preguntas para esta Semana Santa que llega podrían ir por ese camino:
¿hemos entendido el actuar de Jesús? ¿comprendemos que Dios no mandó a su Hijo
para que cumpliera una historia predeterminada sino para que viviera entre
nosotros y nos enseñará como amar y servir en el mundo creado por Él? ¿seremos
capaces de vivir como Jesús vivió? ¿amar como Él amó? ¿servir como Él sirvió?
Ojalá no volvamos a repetir la
liturgia que, año tras año celebramos, sin una conversión de la propia vida.
Jesús no necesita inciensos, ornamentos, velas, sermones, representaciones teatrales
o coros clásicos que el pueblo no puede seguir. Todo esto bien empleado puede
ayudar, pero es accesorio de cara a lo esencial. Lo que urge es ponernos en el
camino de Jesús -eso es convertirse, no confesarse de los mismos pecados de
siempre- y seguirle. ¿Por dónde caminaría hoy Jesús? ¿Qué milagros haría y con
quién compartiría la presencia de Dios? Los pobres siguen siendo el camino
privilegiado, es decir, trabajar por la justicia social. El cuidado de la casa
común es innegociable. La reforma eclesial no puede postergarse más. Y, así,
cada persona en su realidad concreta puede nombrar esas urgencias de su propio
contexto a las que hoy Jesús respondería y, por lo tanto, las urgencias a las que
hoy debemos responder nosotros. Tal vez habría que ir menos al templo para
contemplar más la realidad buscando que la fe que profesamos y el evangelio que
comunicamos llegue a la vida concreta de las personas. Solo con obras así,
podemos testimoniar que el triduo pascual no es un rito vacío sino una fuente
de vida y compromiso inagotable.
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