María, Madre del pueblo fiel pero también mujer y
primera discípula
Olga Consuelo Vélez
A propósito de la fiesta de la Inmaculada
concepción de este 8 de diciembre y de la figura de María en todo este tiempo
de navidad, quiero comentar algo de la Nota Doctrinal publicada el pasado 7 de
octubre por el Dicasterio para la Doctrina de la Fe (Mater Populi Fidelis),
sobre los títulos marianos. En este Nota se pretenden revisar los títulos
que se han dado a María a lo largo del tiempo por sus consecuencias cristológicas,
eclesiológicas y antropológicas (n. 2). En general el texto mantiene la línea
de Vaticano II, situando a María en el discurso eclesiológico, como lo hace la
Constitución Lumen Gentium (Cap. 8) y su principal objetivo es mostrar que los
títulos que se le han dado a María han de revelar sin confusión su papel en el
plan de salvación, salvaguardando a Cristo como el único mediador (n. 3).
La Nota Doctrinal señala que desde
los primeros concilios ecuménicos se comienza a delinear el dogma de María como
Madre de Dios, pero leído en el misterio de Cristo, no como un culto colocado
al lado del de Cristo (n. 11). A partir del S. XII se relaciona a María con la
obra de redención en el calvario (n. 12) y como cooperadora con el Hijo en la
obra de la salvación (n 13). El dogma de la Inmaculada Concepción (Pío IX, 1854)
destaca a María como la primera redimida por Cristo (n. 14).
El título de corredentora aparece
en el S. XV, pero Vaticano II evita utilizarlo para reafirmar la única
redención que proviene de Cristo. En 1992, Ratzinger respondió negativamente a
una nueva petición en el mismo sentido y lo reafirmó en 2002 por considerarlo
un vocablo erróneo que impediría ver a Jesucristo como el único redentor (n.
19). Es verdad que Juan Pablo II lo utilizó, al menos en siete ocasiones, pero relacionándolo
con el valor salvífico de nuestro dolor ofrecido junto al de Cristo, al cual se
une María sobre todo en la cruz (n. 18).
El título de mediadora se utiliza
en oriente desde el S. VI y en occidente desde el S XII hasta el S. XVI. Aunque
se solicitó su definición dogmática, Benedicto XV solo lo aprobó como fiesta en
1921 (n. 23).
El título de Madre de los creyentes
tiene raíces bíblicas y de los santos padres porque María engendra en la fe a
todos los cristianos que son miembros del Cuerpo Místico de Cristo (n. 36). El texto
aclara que esa maternidad no es una mediación sacerdotal como la de Cristo,
sino que se sitúa en el orden y la analogía de la maternidad y esa función
materna de ninguna manera disminuye la única mediación de Cristo y se desarrolla
con la Iglesia, en la Iglesia y para la Iglesia (n. 37).
Porque María está unida a Cristo
de un modo único por su maternidad y por ser llena de gracia, su oración por
nosotros tiene un valor y una eficacia que no se puede comparar con ninguna
otra intercesión (n. 38) y ella nos dispone a la vida de la gracia sin que se
entienda con esto que María tiene un depósito de gracia diferente al de Cristo
(n. 45-46).
María es más discípula que madre
(n. 73), es la primera que ha creído (n. 74) y se aclara que los “presuntos
fenómenos sobrenaturales” que hayan recibido juicio positivo por parte de la Iglesia,
no se convierten en objeto de fe y, por lo tanto, los fieles no están obligados
a darle un asentimiento de fe (n. 75). Esta posición es muy importante para
contrarrestar tanto énfasis que algunos grupos ponen en las apariciones
marianas.
Finaliza el documento haciendo
alusión a cómo los pobres encuentran la ternura y el amor de Dios en el rostro
de María y lo expresan en la piedad mariana “popular” que tiene tantas
expresiones diversas, principalmente en las peregrinaciones a los santuarios marianos
donde encuentran fortaleza y consuelo para salir adelante (n. 79-80).
El breve resumen que hemos
presentado nos permite decir que estas aclaraciones pueden ayudar al diálogo
ecuménico porque es bien sabido que el culto a María, por las distorsiones que se
han presentado a lo largo del tiempo, ha constituido una de las dificultades
para dicho diálogo.
Además, el documento resulta oportuno
para contrarrestar movimientos marianos que, en la actualidad, insisten en dar culto
a María, desligándola de su relación con Cristo y mucho más orientados a un
tradicionalismo basado en prácticas externas (uso del velo, arrodillarse para comulgar, confesarse a menudo, etc.) y a una
fijación en la moral sexual, bastante alejada de los desarrollos actuales de la
teología moral. Muchos de estos grupos son de clase media-alta, privilegiando el
uso de rosarios costosos, usados incluso como joyería (collares, pulseras,
imágenes de lujo) y promocionando peregrinaciones a los santuarios marianos de
Europa (de poco alcance para la mayoría del pueblo sencillo). Un detalle
interesante es que a estos grupos están asistiendo jóvenes, lo cual alimentaría
la esperanza de un acercamiento de ellos a la Iglesia, pero, curiosamente, no
salen del círculo del propio grupo y, como ya dijimos, están más propensos a
fomentar las distorsiones que la nota del dicasterio señala que una vivencia
eclesial más acorde con el espíritu de Vaticano II.
El énfasis dado a la maternidad de María, no es suficiente para las mujeres
de hoy, ni es coherente con el desarrollo de la mariología actual. Las mujeres
de hoy, no se sienten identificadas solamente con la maternidad de María, sino
que aspiran en ver en ella todas las dimensiones que han de ser desplegadas por
las mujeres y que la cultura patriarcal ha invisibilizado con esa
sobrevaloración de la maternidad.
El documento reconoce a María como primera discípula (n. 73) e incluso
cita a Agustín quien dice que “es más importante para María ser discípula que
madre de Cristo” (n. 73), pero no destaca a la María profeta -con su canto del
Magnificat- e insiste en la actitud de obediencia, humildad, silencio,
disponibilidad de María al plan de Dios, actitudes que siendo válidas para la vida
de todo ser humano, han contribuido a mantener a las mujeres en resignación y
aceptación callada de su sufrimiento.
La mariología actual ha recuperado la humanidad de María (por ejemplo, el
magnífico trabajo de Elizabeth Johnson “María, verdadera hermana nuestra” (1993)
y ha insistido en una relectura de los dogmas desde el punto de vista
cristológico y eclesiológico -como lo hace esta Nota Doctrinal-, pero que no es
el discurso que se ofrece en las predicaciones o catequesis sobre María.
Hubiera sido interesante que la Nota Doctrinal valorara este trabajo y lo
impulsara para que inspirara más no solo la vida de las mujeres sino también de
los varones, en la vivencia del discipulado y en la puesta en práctica de la
corresponsabilidad eclesial, por el bautismo recibido.
Finalmente, sigue siendo un desafío recuperar una imagen de María como
modelo de seguimiento para varones y mujeres (no solo para mujeres) pero capaz
de decir algo a la sociedad actual que lucha por liberarse de los estereotipos
de género tan fomentados también por las religiones y en los cuales se sigue
invocando la figura de María para mantenerlos. La Nota Doctrinal es
teológicamente correcta pero, tal vez, insuficiente para decir algo a las
mujeres y varones de hoy.

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