viernes, 13 de mayo de 2022

 

A quince años de la Conferencia de Aparecida: muchos desafíos pendientes

 

Olga Consuelo Vélez

 

El 13 de mayo de 2007 se inauguró la V Conferencia del Episcopado Latinoamericano y del Caribe. Han pasado quince años y muchos desafíos siguen pendientes. Conviene destacar algunos de los aspectos positivos de dicha conferencia. Con ella, se continuó la tradición latinoamericana de celebrar conferencias en el propio continente, ayudando así a la descentralización de la iglesia. Es bueno saber que, en un primer momento, Juan Pablo II quería que la conferencia se realizará en Roma. Lo que significaría mantener la hegemonía romana y quitar protagonismo a las Iglesias particulares. Pero, al final, se aprobó que se realizará en Aparecida (Brasil). Juan Pablo II murió en 2005 y fue Benedicto XVI quien vino a inaugurar esta conferencia.

Otro aspecto muy significativo de Aparecida fue recuperar la continuidad con la tradición teológica latinoamericana. En la IV Conferencia de Santo Domingo, el documento final invirtió el método latinoamericano (ver-juzgar-actuar), colocando en primer lugar el juzgar, mostrando con esto la ruptura con el método de Medellín y Puebla. Además, la consulta a teólogos y teólogas de la línea de la liberación fue prohibida. Pero Aparecida no solo mantiene el método, sino que afirma “En continuidad con las anteriores Conferencias Generales del Episcopado Latinoamericano este documento hace uso del método ver, juzgar y actuar. (…) Muchas voces venidas de todo el Continente ofrecieron aportes y sugerencias en tal sentido, afirmando que este método ha colaborado a vivir más intensamente nuestra vocación y misión en la Iglesia, ha enriquecido el trabajo teológico y pastoral, y en general ha motivado a asumir nuestras responsabilidades ante las situaciones concretas de nuestro continente” (n. 19).

Aparecida fue también una oportunidad de reafirmar la opción preferencial por los pobres. El mismo Benedicto XVI en el discurso inaugural así lo expresó: “Nuestra fe proclama que Jesucristo es el rostro humano de Dios y el rostro divino del hombre. Por eso ‘la opción preferencial por los pobres está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza” (Discurso Inaugural y DA n. 392).

Quienes estuvimos cerca de la realización de la Conferencia de Aparecida pudimos ser testigos de que más allá del desarrollo de la conferencia hasta el día 31 de mayo, hubo un movimiento de personas esperanzadas en la trascendencia que podía tener ese acontecimiento. Por parte de teólogas y teólogos convocados por Amerindia (Red de católicos con espíritu ecuménico e interreligioso en perspectiva liberadora) no se escatimaron esfuerzos en apoyar con nuestra producción teológica el desarrollo de los temas y, muchos de nuestros aportes quedaron plasmados en el documento final. Además, se vivió un ambiente de fe y compromiso tanto en la llamada “tienda de los mártires” (una carpa instalada en las afueras de la Basílica de Aparecida) en la que todas las noches algún obispo o presbítero celebraba la Eucaristía. Cabe anotar que quienes presidieron esas celebraciones eran los que en verdad estaban comprometidos con el caminar latinoamericano, la mayoría tal vez, ni estaban de acuerdo, ni les interesaban estas expresiones del pueblo de Dios, de ahí que, aunque el documento pueda tener muy buenas aportaciones, su puesta en práctica distó mucho de lo que hubiera podido hacerse. Es lógico que quienes no vibraron por lo que el documento contiene, no pudieron comunicarlo para entusiasmar a sus respectivas iglesias locales. Y, esto fue lo que en realidad pasó, al final de la Conferencia. Los obispos volvieron a sus diócesis, hubo un impulso inicial al promover la llamada “Misión Continental” pero se fue diluyendo “en lo que siempre se ha hecho así” y, pasados estos quince años, muchas iglesias locales conocen muy poco y, por supuesto, no han asumido, lo propuesto por esta conferencia.

Las comunidades Eclesiales de Base del Brasil hicieron una peregrinación hasta Aparecida. A su llegada pocos obispos las recibieron en la celebración eucarística que se hizo en la Basílica. Una muestra más de que una cosa es escribir: “En la experiencia eclesial de algunas Iglesias de América Latina y de El Caribe, las Comunidades Eclesiales de Base han sido escuelas que han ayudado a formar cristianos comprometidos con su fe, discípulos misioneros del Señor, como testimonia la entrega generosa, hasta derramar su sangre, de tantos miembros suyos. Ellas recogen la experiencia de las primeras comunidades” (n. 178) y otra caminar con el pueblo de Dios, en las formas que encuentra para vivir su fe. Sabemos que por esos años se apoyaban a los llamados “Nuevos movimientos eclesiales” y muchos obispos los consideraban la esperanza de la Iglesia. Tristemente, bastantes de estos movimientos han mostrado sus fundamentos casi prevaticanos, pero lo que es más doloroso, los escándalos de muchos de los fundadores y también de algunos de sus miembros, especialmente, en lo que se refiere a la pederastia. Aún hoy, algunas iglesias locales ponen su esperanza en movimientos de carácter retardatario, fundamentalista y moralista, pero como parece que convocan gente, los apoyan sin la mirada crítica que deberían tener.

Pero volvamos a Aparecida. El CELAM (Consejo Episcopal Latinoamericano) actualmente está intentando organizarse y proyectarse a la luz de las líneas trazadas por Aparecida. Es valioso el esfuerzo, pero sin duda, las circunstancias cambian más rápido de lo que pensamos y hoy se nos plantean nuevos desafíos. El protagonismo del laicado, expresado en Aparecida como discipulado misionero, hoy se hace más claro con la apuesta por la sinodalidad. En una Iglesia sinodal todos hemos de caminar juntos, el clero debe recuperar su ministerio de servicio para ir adelante, en medio, pero sobre todo detrás del pueblo -para entenderlo y acoger el sensus fidei que este posee- para discernir lo que realmente viene de Dios (Evangelii Gaudium n. 31; 119); y el laicado ha de decir su palabra y, sobre todo, responsabilizarse de la misión evangelizadora de la Iglesia que es un encargo de Jesús para todos y, no solo para el clero.

Hacer memoria de este acontecimiento sirve para reconocer los avances, pero también los retrocesos.  Ahora bien, lo más importante es que sirva para relanzar una vez más “las redes” (Lc 5,5) no por las aguas del tradicionalismo, del fundamentalismo, del moralismo, del conservadurismo, del clericalismo, sino por aquellas que siempre marca el Espíritu de Dios y que Francisco ha expresado como este corazón misionero que “nunca se encierra, nunca se repliega en sus seguridades, nunca opta por la rigidez autodefensiva. Sabe que él mismo tiene que crecer en la comprensión del Evangelio y en el discernimiento de los senderos del Espíritu y entonces, no renuncia al bien posible, aunque corra el riesgo de mancharse con el barro del camino” (Evangelii Gaudium n. 45.). Ojalá una iglesia en salida que abra puertas y ventanas para que entre el soplo del Espíritu fuera realidad en este tiempo que vivimos. Falta mucho, pero ojalá que todas estas reflexiones que hacemos, nos ayuden a seguir empeñados en hacerla posible.

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