A quince años de
la Conferencia de Aparecida: muchos desafíos pendientes
Olga Consuelo Vélez
El 13 de mayo de 2007 se inauguró la V Conferencia del
Episcopado Latinoamericano y del Caribe. Han pasado quince años y muchos
desafíos siguen pendientes. Conviene destacar algunos de los aspectos positivos
de dicha conferencia. Con ella, se continuó la tradición latinoamericana de
celebrar conferencias en el propio continente, ayudando así a la descentralización
de la iglesia. Es bueno saber que, en un primer momento, Juan Pablo II quería
que la conferencia se realizará en Roma. Lo que significaría mantener la
hegemonía romana y quitar protagonismo a las Iglesias particulares. Pero, al
final, se aprobó que se realizará en Aparecida (Brasil). Juan Pablo II murió en
2005 y fue Benedicto XVI quien vino a inaugurar esta conferencia.
Otro aspecto muy significativo de Aparecida fue recuperar la
continuidad con la tradición teológica latinoamericana. En la IV Conferencia de
Santo Domingo, el documento final invirtió el método latinoamericano (ver-juzgar-actuar),
colocando en primer lugar el juzgar, mostrando con esto la ruptura con el
método de Medellín y Puebla. Además, la consulta a teólogos y teólogas de la línea
de la liberación fue prohibida. Pero Aparecida no solo mantiene el método, sino
que afirma “En continuidad con las anteriores Conferencias Generales del
Episcopado Latinoamericano este documento hace uso del método ver, juzgar y
actuar. (…) Muchas voces venidas de todo el Continente ofrecieron aportes y
sugerencias en tal sentido, afirmando que este método ha colaborado a vivir más
intensamente nuestra vocación y misión en la Iglesia, ha enriquecido el trabajo
teológico y pastoral, y en general ha motivado a asumir nuestras
responsabilidades ante las situaciones concretas de nuestro continente” (n. 19).
Aparecida fue también una oportunidad de reafirmar la opción
preferencial por los pobres. El mismo Benedicto XVI en el discurso inaugural
así lo expresó: “Nuestra fe proclama que Jesucristo es el rostro humano de Dios
y el rostro divino del hombre. Por eso ‘la opción preferencial por los pobres
está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por
nosotros, para enriquecernos con su pobreza” (Discurso Inaugural y DA n. 392).
Quienes estuvimos cerca de la realización de la Conferencia
de Aparecida pudimos ser testigos de que más allá del desarrollo de la
conferencia hasta el día 31 de mayo, hubo un movimiento de personas
esperanzadas en la trascendencia que podía tener ese acontecimiento. Por parte
de teólogas y teólogos convocados por Amerindia (Red de católicos con espíritu
ecuménico e interreligioso en perspectiva liberadora) no se escatimaron
esfuerzos en apoyar con nuestra producción teológica el desarrollo de los temas
y, muchos de nuestros aportes quedaron plasmados en el documento final. Además,
se vivió un ambiente de fe y compromiso tanto en la llamada “tienda de los
mártires” (una carpa instalada en las afueras de la Basílica de Aparecida) en
la que todas las noches algún obispo o presbítero celebraba la Eucaristía. Cabe
anotar que quienes presidieron esas celebraciones eran los que en verdad
estaban comprometidos con el caminar latinoamericano, la mayoría tal vez, ni
estaban de acuerdo, ni les interesaban estas expresiones del pueblo de Dios, de
ahí que, aunque el documento pueda tener muy buenas aportaciones, su puesta en
práctica distó mucho de lo que hubiera podido hacerse. Es lógico que quienes no
vibraron por lo que el documento contiene, no pudieron comunicarlo para
entusiasmar a sus respectivas iglesias locales. Y, esto fue lo que en realidad
pasó, al final de la Conferencia. Los obispos volvieron a sus diócesis, hubo un
impulso inicial al promover la llamada “Misión Continental” pero se fue
diluyendo “en lo que siempre se ha hecho así” y, pasados estos quince años,
muchas iglesias locales conocen muy poco y, por supuesto, no han asumido, lo
propuesto por esta conferencia.
Las comunidades Eclesiales de Base del Brasil hicieron una
peregrinación hasta Aparecida. A su llegada pocos obispos las recibieron en la
celebración eucarística que se hizo en la Basílica. Una muestra más de que una
cosa es escribir: “En la experiencia eclesial de algunas Iglesias de América
Latina y de El Caribe, las Comunidades Eclesiales de Base han sido escuelas que
han ayudado a formar cristianos comprometidos con su fe, discípulos misioneros
del Señor, como testimonia la entrega generosa, hasta derramar su sangre, de
tantos miembros suyos. Ellas recogen la experiencia de las primeras comunidades”
(n. 178) y otra caminar con el pueblo de Dios, en las formas que encuentra para
vivir su fe. Sabemos que por esos años se apoyaban a los llamados “Nuevos
movimientos eclesiales” y muchos obispos los consideraban la esperanza de la
Iglesia. Tristemente, bastantes de estos movimientos han mostrado sus fundamentos
casi prevaticanos, pero lo que es más doloroso, los escándalos de muchos de los
fundadores y también de algunos de sus miembros, especialmente, en lo que se
refiere a la pederastia. Aún hoy, algunas iglesias locales ponen su esperanza
en movimientos de carácter retardatario, fundamentalista y moralista, pero como
parece que convocan gente, los apoyan sin la mirada crítica que deberían tener.
Pero volvamos a Aparecida. El CELAM (Consejo Episcopal
Latinoamericano) actualmente está intentando organizarse y proyectarse a la luz
de las líneas trazadas por Aparecida. Es valioso el esfuerzo, pero sin duda,
las circunstancias cambian más rápido de lo que pensamos y hoy se nos plantean
nuevos desafíos. El protagonismo del laicado, expresado en Aparecida como
discipulado misionero, hoy se hace más claro con la apuesta por la sinodalidad.
En una Iglesia sinodal todos hemos de caminar juntos, el clero debe recuperar
su ministerio de servicio para ir adelante, en medio, pero sobre todo detrás
del pueblo -para entenderlo y acoger el sensus fidei que este posee- para
discernir lo que realmente viene de Dios (Evangelii Gaudium n. 31; 119); y el
laicado ha de decir su palabra y, sobre todo, responsabilizarse de la misión
evangelizadora de la Iglesia que es un encargo de Jesús para todos y, no solo
para el clero.
Hacer memoria de este acontecimiento sirve para reconocer
los avances, pero también los retrocesos. Ahora bien, lo más importante es que sirva para
relanzar una vez más “las redes” (Lc 5,5) no por las aguas del tradicionalismo,
del fundamentalismo, del moralismo, del conservadurismo, del clericalismo, sino
por aquellas que siempre marca el Espíritu de Dios y que Francisco ha expresado
como este corazón misionero que “nunca se encierra, nunca se repliega en sus
seguridades, nunca opta por la rigidez autodefensiva. Sabe que él mismo tiene
que crecer en la comprensión del Evangelio y en el discernimiento de los
senderos del Espíritu y entonces, no renuncia al bien posible, aunque corra el
riesgo de mancharse con el barro del camino” (Evangelii Gaudium n. 45.). Ojalá
una iglesia en salida que abra puertas y ventanas para que entre el soplo del
Espíritu fuera realidad en este tiempo que vivimos. Falta mucho, pero ojalá que
todas estas reflexiones que hacemos, nos ayuden a seguir empeñados en hacerla
posible.
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